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Antonia Martín, Retrato de Isabel

Federico e Isabel, 1918

Isabel y Concha García Lorca, 1926

Isabel García Lorca en la Huerta, 1926
 

Mi padre compró la Huerta de San Vicente en el año 25, año muy importante en nuestras vidas. Hay sobre ella mucha documentación en registros y notarías, que se remonta incluso al siglo XIV. Que sepamos se llamó Huerta de los Mudos y de los Marmolillos. Mi padre la registró con el nombre de Huerta de San Vicente y se la regaló a mi madre […] Pensaron mis padres en un carmen, pero el carmen suponía seguir en la ciudad y a nosotros, con sangre campesina, nos tiraba el campo.

Tenía dos casas, una para el huertano, otra para nosotros. En las dos se hizo obra. La nuestra quedó con una entrada grande, que era la sala de estar, con un gran espejo; después un pequeño despacho y el cuarto de Paco. Arriba, un retrete y los dormitorios con un improvisado cuarto de baño.

En el carril de entrada había frutales y una yuca grande, y lo cambiamos por granados y rosales, respetando un almez y un hermosísimo nogal que daba sombra a toda la placeta. También había enfrente de la casa un níspero, una palmera y un macasar, que florece en diciembre con una humilde flor de color amarillento, sin hojas verdes, junto al tronco, y que tiene un perfume yo diría superior al jazmín. No he visto esa planta más que en Granada.

En la placeta había un poyo que no servía en realidad más que para tener macetas de geranios. También había un ciprés plantado por Federico, que se perdió, y otros dos que quedaban en el bancal que había un poco más oculto que la placeta.

Enfrente de la puerta de entrada estaba la escalera, con una gran ventana ojival, algo pretenciosa para una huerta, que nos hizo mucha gracia. […] En el piso de arriba se mantuvo la solería que había y que se ha conservado. Subiendo a la derecha estaba el cuarto de las muchachas; al fondo un retrete y el cuarto de Federico; enfrente de la escalera, el cuarto de Concha y mío y el cuarto de mis padres; los tres del mismo tamaño. A la izquierda había un improvisado cuarto de baño, llamémoslo así. Entonces no había en las huertas agua corriente. En el cuarto de baño había un tocador negro con un mármol blanco, un espejo más bien grande con marco negro y dorado, un lavabo grande y un baño redondo de cinc, con adornos, pintado de rojo, restos de un artilugio increíble que compró mi padre para baños de regadera, donde nos bañábamos como en los cuadros de los impresionistas franceses. Una cómoda grande con sábanas y toallas. Este cuarto daba a la terraza, a la que salíamos mucho.

En verano la casa era fresca, pues tenía muros muy gruesos, y a las doce de la mañana había que entrar en ella y salir a la puesta de sol. Pero las mañanas las recuerdo deliciosas.

En la cocina había una tinaja bastante grande que se llenaba cada dos días y había lo que se llamaba una cantarera, con dos cántaros grandes que se llenaban de agua que nos traían en un borrico, desde la famosa fuente del Avellano. A la izquierda, cubierta por un jazmín que llegaba a los balcones, una habitación que era comedor y otra que era el cuarto de Paco, y enfrente la cocina. Junto a la casa, a la izquierda, se hizo primero un garaje y encima una preciosa terraza. Pronto pensamos que al coche no le pasaba nada por quedarse fuera, ni se veía ni estorbaba, por lo que pasó de garaje a comedor, con dos grandes ventanales, y quedó una habitación bastante espaciosa y agradable.

Yo, en aquella terraza y en la ventana, me pasaba grandes ratos oyendo el ruido de la acequia que pasaba junto a mi ventana, al olor de la gran higuera. Los pasos lentos de algún huertano que decía siempre: “Buenos días nos dé Dios”. […] Concha y yo paseábamos mucho por las mañanas por la huerta, por senderos pequeñísimos y teniendo que saltar no pocas acequias de riego, y comiendo fruta de los árboles. […] Nosotros dábamos grandes paseos. Muchas tardes íbamos a la huerta de mis primas, alegres y graciosas, y nos íbamos a dar un paseo por la orilla del Genil. […]

La Huerta de San Vicente en aquellos tiempos tenía una vista maravillosa […] Veíamos la sierra, el Albaicín, la ermita de San Miguel y la Alhambra, la torre de la Vela, la muralla de San Cristóbal, y estábamos entre el verdor de la vega. Muchas noches, sobre todo cuando Federico y Paco no salían, nos sentábamos en la terraza, a veces con jerseys y hasta con mantas, charlando y viendo las estrellas, sin luz ninguna. […]

Teníamos un gramófono y Federico ponía muchos discos de música clásica, sobre todo de Bach y Mozart, y cante jondo. […] Hay que decir que si él no pedía silencio, nosotros también sufríamos su insistencia en oír una y otra vez la misma música. Federico se encerraba en su cuarto largas horas, pero aparecía al menor reclamo. No se perdía visita. Si venía gente del campo a ver a mi padre, Federico bajaba y estaba presente, siempre callado; él, tan hablador, tan brillante hablador, había muchas ocasiones en que estaba totalmente en silencio. Sin duda porque algo estaba aprendiendo. Un día un campesino contó a mi padre los problemas de su hijo, y Federico dijo: “Qué maravilla, cómo lo ha contado”. […]

A Federico, ya era el año 25, lo considerábamos abiertamente un escritor…

Isabel García Lorca, Recuerdos míos (Madrid, 2002)


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